AQUÍ me tienes llorando por nuestro amor perdido, por ese amor que
te entregué sin reservas y sin pedirte nada a cambio, como dicen que debe ser
el verdadero amor. Después de haber superado tanto tiempo juntos, más de los 25
años que estaban ahí puestos, en unos calendarios que fuimos renovando 28 veces
en cada Navidad. 25 años como recordatorio típico para celebrar las llamadas bodas
de plata, pero no de ley. Ni siquiera ese día de aniversario supimos ser felices.
Aguantando nuestras broncas que ya eran a diario y escribiendo dos biografías
muy distintas. Nunca tuvimos nada en común. Si a ti te gustaba la playa, a mí
era la montaña y, llegadas las vacaciones estivales, una nueva riña nos
asaltaba, hasta el punto de acabar el verano sin apenas conversación. Otro tanto
de lo mismo nos pasaba en la cena de cada Nochebuena, que se convertían en un
verdadero infierno y, por si fuera poco, teníamos que plantarnos en esas cenas
especiales con una sonrisa forzada ante la familia del otro, para que no pudiesen
notar el naufragio de nuestra relación. ¡Con lo fácil que hubiera sido celebrar
las Nochebuenas un año con tu familia y al otro con la mía!
Bien es
verdad que nos casamos precipitadamente. Faltaba muy poco para que naciera
nuestro primer hijo y había que ofrecerle un hogar digno, con padre y madre,
una familia como manda la tradición. Al principio teníamos problemas económicos,
como casi todos los recién casados. Difícilmente llegábamos a fin de mes. La
hipoteca de aquel pisito interior que nos compramos, aunque pequeño y normalito,
absorbía casi todo el sueldo de nuestros mutuos y mediocres trabajos. Y encima,
estaban las letras de los muebles por pagar y las del coche que nos endeudaban sin
remedio. Para remate, fueron naciendo otros tres hijos que fueron definiendo
nuestra familia numerosa, testigos sufridores los cuatro de tantas discusiones
y altercados que tú y yo tuvimos a lo largo de la media vida, la que tienen
ellos ahora.
Pasaron los
días, los meses y los años sin que prometiéramos no volver a la pendencia.
Algunas veces nos acostábamos con un auténtico examen de conciencia que nos
remordía en cada disputa. Llegamos incluso a las manos, arañando y golpeando la
piel que débilmente nos protege. Denuncias en curso legal que los abogados de
cada uno tramitaban mientras se frotaban las manos a escondidas. Y los jueces
de turno citándonos a juicios que se convertían en campos de batalla donde
lidiar con los trapos sucios y echamientos en cara.
Y todo para
haber acabado así. Hubiera sido mucho mejor para todos, haber disuelto este
matrimonio mal avenido. Mira que te lo propuse en infinidad de ocasiones y tú
oídos sordos, como si no fuera contigo. Guardando las apariencias, pura fachada
para que tu familia, los vecinos y la gente que nos conoce, murmuraran.
Preferías ofrecerles un escándalo de voces, gritos y ruido antes que alguien
sospechara lo más mínimo de nuestro desamor. Pero qué inocente, ¿no pensaste
que todos sabían que nos odiábamos? Desde las primeras peloteras que tuvimos,
ya se habían hecho a la idea. Las paredes oyen y siempre hay alguien cerca de
ti, aunque creas todo lo contrario. Además, vivimos en tiempos donde la indiscreción
campa a sus anchas, el fulanito dice que
un menganito hace… Y las palabras se las lleva el viento para dárselas a
los vecinos, quienes las tergiversan o adornan a su gusto, o también, sólo por
el hecho morboso del entretenimiento de meterse en los culebrones ajenos,
cambiando a su antojo la versión de los hechos para hacer inclinar la balanza
de la razón a quien no la lleva o tiene. ¡Ay! La verdad y la razón, ¿existen?
Claro que sí, pero sólo en teoría. ¡Con lo felices que podríamos haber sido! Pero
tu razón y tu verdad, te cegaban.
No hemos
disfrutado el uno del otro ni siquiera en la intimidad. Esclavos de nuestra ira
que fuimos acumulando como se guardan los ahorros. Y me pregunto, ¿cómo es
posible que te haya aguantado tantos años?, día a día soportando tu indiferencia
y tus insoportables celos que me sacaban de quicio cuando, por ejemplo, alguna
noche he llegado tarde después de una cena y unas copas con mis compañeros de
trabajo. Y tú, después, sin hablarme durante una larga semana. O cuando en
otras ocasiones me apuntaba para ir de excursión un par de días junto a
nuestros vecinos y demás gente del barrio. A ti nunca te ha gustado viajar, ni
siquiera salir de casa para comer en un restaurante o ir de fiesta y bailar
hasta altas horas de la madrugada. Tú sólo dejabas el cuchitril para ir a misa
los domingos, con paseo posterior en la algarabía de un parque lleno de niñatos
con balones, bicis y globos de agua, rematando tu salida en la cola de los
pollos asados. Me aburría contigo cada vez más y aborrecí esos pollos de
máquina. Cuántas veces nos invitaron a una buena barbacoa y nunca aceptaste,
con simples excusas como que el tiempo no acompañaba porque bien hacía calor, o
bien frío. O porque no ibas a tragarte los chistes chabacanos que se cuentan
durante el café y los cubatas. Y dicha sea la verdad, es que tú, nunca has
querido estar con nadie, sólo con tu egoísmo mundano. También a mí querías meterme
en tu vida rutinaria y aburrida.
No pude
seguir así, todo tenía que acabar como ha terminado.
Aquí me
tienes, en el borde de esta cama que compartimos sin querernos, con el teléfono
inalámbrico en una mano y el cuchillo de cocina en la otra. Acabo de llamar a
la policía porque te he asesinado. No me dejaste otra opción. Era vivir tú o no
vivir yo. Esta sangre que ahora corre por las baldosas de esta triste alcoba,
también es mía.
Dentro de un momento, llamarán a
la puerta esos polis sabuesos con una batería de preguntas, así que, debo
apresurarme y dejar de dirigirte la palabra por última vez, esta palabra de
honor ya mancillado y que ahora es solo mía, esta palabra que tengo tan
interior como este pisito de mierda. Mi palabra es un monólogo que te dedico
como respuesta a tu inútil pregunta, para que no te vayas sin saber el motivo
de este homicidio. Mejor así, pues ya no obtendré réplica alguna por tu parte y
que nos pueda llevar a otra polémica con las agresiones físicas incluidas. En
fin, tengo que estar con las botas puestas y preparar rápidamente mi defensa.
Dentro de unos momentos, he de responder con ingenuidad ante la justicia.
Intentaré mentir sin que lo noten para alcanzar al menos, algún atenuante. Les
diré que durante una discusión, tú me atacaste con el cuchillo y yo repelí la
agresión, que te lo quité y sin apenas darme cuenta, lo fui clavando en tu
estómago varias veces, fruto de los nervios y el espíritu de supervivencia. Tendré
que rajarme superficialmente algunas partes de mi piel y hendir un poco más
profundo en sitios que no sean vitales, para así dar algo de credibilidad. Fue en defensa propia, ya lo ven ustedes…
Y asunto concluido.
Qué ironía, ¿verdad? Con tantas ocasiones en que tú me denunciaste por malos tratos, delante de unos polis incrédulos y ante quienes declarabas pelos y señales con pruebas que a la vista estaban, enseñándoles los arañazos que supuestamente yo te había causado. Y ellos se reían una y otra vez, nunca te creyeron, obviándote y cuchicheando por debajo de los mostradores con frases tan groseras como ¡hay que ver qué calzonazos!
Descansa ya en paz, maridito mío,
que te lo mereces. En esta ocasión, la llamada violencia de género, se ha
vuelto del revés.
© Cosme López García
Mayo de 2011